En algún lugar del aparato estatal dominicano existe una colección digna de museo: Lamborghini, Rolex, cadenas de oro, yates con nombres extravagantes y hasta una Harley Davidson que nunca rugirá en la avenida. Todo perfectamente decomisado. Todo bajo resguardo. Todo... inmóvil.
Este peculiar inventario no está en un catálogo de Sotheby’s ni en una vitrina de Fifth Avenue. Está en manos del Instituto Nacional de Custodia y Administración de Bienes Decomisados (INCABIDE), una entidad que parece salida de una novela de Kafka, donde lo que se acumula no es justicia, sino burocracia.
Los datos oficiales, que por cierto existen, muestran cifras que harían salivar a cualquier coleccionista:
- Un Audemars Piguet de USD$40,000 (más caro que muchos salarios anuales).
- 208 vehículos, desde BMWs hasta un Mustang rojo que probablemente solo ha viajado del expediente a un almacén.
- Joyas religiosas de lujo – porque hasta la fe tenía su brillo ilegal.
- Yates con nombres como “Amnesia” y “La Pamolita”, más apropiados para un reality show que para un documento judicial.
- Y más de RD$559 millones en efectivo, que sí lograron entrar a la cuenta del Tesoro, al menos.
La promesa oficial es clara: "Estamos en proceso de recepción, registro y evaluación de los bienes". Traducción: siguen ahí, esperando un destino digno que tal vez nunca llegue.
¿Subastas públicas? Anunciadas. ¿Reutilización social? Proyectada. ¿Impacto real? Aún invisible.
Mientras tanto, el lujo confiscado descansa. Brilla sin que nadie lo vea. Se oxida, se desvaloriza, se archiva. Como si el Estado tuviera miedo de tocar el botín del crimen, no vaya a ser que alguien le pregunte por qué no lo está usando.
Porque, seamos honestos: si la lucha contra la corrupción no se traduce en beneficios concretos para la ciudadanía, ¿para qué sirve tanto decomiso?
Tal vez algún día tengamos un museo nacional del crimen. O tal vez no. Por ahora, tenemos una gran colección de promesas almacenadas.